DESPUÉS DE SEMANAS de oscuro chalaneo y descarado cinismo, el
mapa político de España termina configurándose como un esperpento nunca antes
conocido en democracia. Desde la banalidad a la
extravagancia, pasando por pulsiones y decisiones suicidas, ya nada cabe
esperar de los partidos sean emergentes o caducos. Las personas son otra cosa.
Las virtudes de una persona son
discernibles; así, la
prudencia, la justicia, la valentía, la moderación y el ser alérgico al
lenguaje dominante. Los partidos viven, por el contrario, del lenguaje dominante y quedan
por él clasificados; se clasifican ellos mismos y los clasifica la opinión.
Clasificaciones que en el siglo XXI carecen de
consistencia; eso explica, sin ir más lejos, que en Valencia una alianza
socialista-nacionalistas catetos pueda ser presentada como Gobierno de
progreso. No lo digo por decir. He visto a una corresponsal en Valencia de los
telediarios sostener llena de entusiasmo que acababa de formarse «un Gobierno
progresista» Progresista llamaba al casorio de extrema izquierda republicana,
socialdemocracia zapaterista y nacionalismos que buscan la unión con Cataluña.
Luego, como guinda, la señora, no menos entusiasmada, anunció la pronta
reapertura de la televisión valenciana (cerrada antes por ruinosa); lo que no
dijo es que esto se llevaría a cabo a golpes de nuevos impuestos. En Grecia también
han reabierto la TV gubernamental.
Los valores y
lenguajes de un partido se expresan con abstracciones monolíticas: el partido tal
es de izquierdas, y se acabó; su rival es de derechas y no hay más que hablar.
Pero una persona con nombre y apellidos puede ser
muchas cosas distintas sin caer en contradicciones: yo puedo ser conservador en política cultural, y de
izquierdas en mis ideas sobre las relaciones internacionales; me pueden gustar
los gobiernos fuertes y, sin embargo, no tolerar la supresión de la más pequeña
de las libertades individuales. Es imposible que las buenas personas y de
pensamiento libre duren mucho tiempo en cualquier organización partidaria.
Un antiguo amigo
del que yo había sido profesor en la Universidad, y
luego fue catedrático de Instituto, se presentó cierto día en mi casa lleno de entusiasmo
para darme un alegrón: acababa de afiliarse al PSOE en un pueblo grande de Sevilla. Se me cayó el alma los pies. Era, y es, una buena persona;
por eso supe de inmediato lo que iba a suceder. Menos
de dos años después, volvía a casa deshecho: «Creí haber entrado en
las filas de la justicia y me había atrapado la mafia». La honradez, cumplir la palabra dada, la bondad y la
compasión son rasgos personales. Anida en los individuos, jamás entre los partidos.
Fijémonos
entonces en las personas de los políticos, no en sus
presuntas ideologías; porque incluso en la manera de juzgar a tales personas
con vista a su aceptación o rechazo caben interesantes paradojas. Yo puedo
negar mi confianza al contoneante hortera madrileño y, al mismo tiempo,
considerar eficaz en determinadas actuaciones políticas la desconfianza
absoluta que me inspira Susana Díaz, mostrando mi complacencia por una
hipotética defenestración del hortera a manos de la presidenta andaluza. Matices y distingos que, si Dios
quiere, volveré a tratar otro día.
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