EDITORIAL
Opinión
El
abrazo de la vergüenza
- La carrera de Sánchez es un monumento al cinismo que ha culminado en la podemización del Gobierno de España
Cuando se analiza la trayectoria política de Pedro Sánchez se
tiene la sensación de una permanente huida hacia adelante. Cada vez que se ha
topado con las reglas aceptadas hasta el momento en la tradición
constitucionalista de su partido, en lugar de respetarlas ha decidido romperlas
con tal de granjearse su supervivencia
personal, el único proyecto en el que cree. Sus promesas caducan en horas, sus afirmaciones carecen
de valor, todo en su discurso es reversible en función exclusiva de la voluntad
de poder.
No ha pasado ni una semana desde que el candidato socialista
plantease una campaña moderada -hoy sabemos que mentirosa- para crecer hacia el
centro, impostando mano dura en Cataluña a través de la Fiscalía y anunciando
la vicepresidencia de Nadia Calviño como garantía de ortodoxia económica. Una
vez abiertas las urnas y constatada la pérdida de 750.000 votos, Sánchez hace
de la necesidad falsa virtud, vira radicalmente y cierra en tiempo récord un
preacuerdo con su otrora antagonista, aquel cuya presencia en un Consejo de Ministros le provocaba insomnio,
aceptándolo ahora como vicepresidente. La maniobra
relámpago ha cuajado tan rápido porque ambos líderes querían cortar cualquier
reproche externo o incluso interno a sus respectivos retrocesos electorales; y
en el caso de Sánchez, para blindarse ante cualquier presión que amenazase su
puesto. Con su abrazo -todo un símbolo de la
podemización definitiva del PSOE de Sánchez-, el presidente
en funciones abraza el extremismo, con un Comité Federal sometido
y unas baronías escandalosamente mudas. Tampoco Podemos ha pasado por la
reglamentaria consulta a las bases: cuando se trata de asaltar los cielos no
hay tiempo para formalidades.
Lo que ayer era inaceptable para Sánchez hoy sigue siéndolo...
pero ya no para Sánchez. Su
carrera es un monumento al cinismo. Tomó un
atajo tramposo para doctorarse; otro para acceder a la secretaría general; otro
para regresar a ella cuando fue expulsado por pretender hacer lo que ayer
anunciaba; y ha tomado el más fraudulento de todos para acercar su siempre
postergada investidura, aunque el Gobierno de España haya de quedar en manos de
ERC y Bildu, cuyas abstenciones son necesarias. Que un condenado por sedición como Junqueras y
otro por terrorismo como Otegi vayan a tener la llave de la gobernabilidad dibuja un panorama de pesadilla. Más
enfrentamiento, más degradación institucional, más caos.
Pese a perder siete escaños, Iglesias se alza como vencedor
absoluto de la repetición electoral. De materializarse este acuerdo en el
Congreso, el próximo vicepresidente del Gobierno de España será un ferviente
partidario del derecho de autodeterminación, de la nacionalización de la banca
y sectores estratégicos como la energía y de la insumisión fiscal a Bruselas.
Por mucho que prometa lealtad a Sánchez, Iglesias tendrá mucho
poder en el Gabinete, podrá repartir cargos y colocar afines y será inevitable que
desarrolle redes clientelares dentro de la Administración. No extraña que el Ibex reaccionara a la noticia desplomándose.
Sánchez forzó el 10-N para eliminar a Iglesias y a Rivera, pero
solo logró esto último, sometiendo a España a una polarización extrema que ha
pulverizado el centro y disparado a la derecha radical. Con Vox como coartada trata ahora de legitimar su acuerdo
frankensteiniano,
camuflando con el eufemismo de progresista lo que
no es más que una operación de radicalismo político inédita en un Ejecutivo
desde la II República. Ya es irónico que "la banda" que había
profetizado Rivera en lo que entonces sonaba a mero histrionismo parlamentario
lleve ahora camino de consumarse, justo un día después de la dimisión del líder
naranja. Pero quienes padecerán semejante engendro gubernamental, capitaneado
por el político con menos escrúpulos de la reciente historia democrática, serán
todos los españoles.
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