LEO EN LA EDICIÓN digital de EL MUNDO un informe sobre el
paulatino empobrecimiento de la clase media española. Los datos son incontestables y abrumadores: todos los indicadores negativos han
aumentado en estos últimos años. La clase media ya no es media en nada: trabaja más que nunca, si encuentra o mantiene su
trabajo, gana menos que nunca y paga más impuestos que nunca. Un diez por ciento de los hogares de clase media lo
son ahora de clase baja. Los que aún flotan, han modificado sus pautas
vitales: se acabaron las segundas
residencias, los viajes al Sudeste asiático, el coleccionismo de arte o los
abonos de Ópera. Lo esencial es ahora
evitar que sus hijos sobrecualificados acaben haciendo cola en los comedores de
Cáritas. Si hay que hacer un máster, se
paga el máster. Si hay que emigrar a la quinta puñeta, se sufraga el éxodo. Si
hay que impedir un embargo, se asumen las deudas. Y todo ello se hace como en
secreto o robinsonianamente. En la
fraseología política oficial, la clase media no existe: existen los marginados, los desempleados, los precarizados
o los patriotas centrífugos. Es como si pertenecer a la clase media fuera un
sobreentendido. De ahí la elipsis.
Según los sociólogos, la clase
media se caracteriza por su modo de vida «aspiracional», ñoño palabro mucho menos expresivo que «futurista». Y es
que, si
algo ha caracterizado a la clase media en España, ha sido su sentido -en
general bastante ilustrado y sensato- de la previsión del futuro. Paradójicamente,
no ha encontrado su hueco en la sociedad española. Ha huido, por ejemplo, de la
educación pública, pero no lo ha hecho por prurito elitista, sino porque el
poder político decidió hace tiempo impulsar un modelo educativo basado en
tontunas psicopedagógicas, y no en el principio del mérito y el esfuerzo. La
clase media ha
asistido también al notable deterioro de servicios públicos esenciales, por más que la financiación de dichos servicios
haya recaído siempre sobre sus espaldas. Y lo mismo ha ocurrido con la ruina
que ha traído la crisis: la clase media ha sido esquilmada sin miramientos para evitar la
quiebra.
Parece evidente que la clase media española ha dejado de ser futurista. Es comprensible: el futuro se presenta absolutamente negro. Lo que antes
parecía razonable, ahora es absurdo y viceversa. Se ha evaporado la confianza en la formación superior como
pértiga para el ascenso social. Y lo mismo ocurre con la fe en la excelencia
como garantía de un trabajo digno, estable y bien pagado. A efectos laborales, apenas hay diferencia entre el trato
dispensado al trabajador no cualificado que al sobrecualificado. Ambos se ven
reducidos a la insignificancia. A ambos les espera la explotación descarnada. Hasta la
administración pública, que por definición es ajena al darwinismo social propio
del capitalismo, se ha sumado a este ninguneo laboral de los mejores. A la clase media ya no le queda ni el consuelo del Estado
racional.
Quizá hemos vivido un espejismo colectivo. Sin una clase media poderosa, España volverá a ser lo
que ha sido durante siglos: un país miserable y cainita, delicia para viajeros amigos de lo pintoresco y de lo
roñoso. Qué fotogénica es la miseria, ¿no?
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