- “No cabe decir que los corruptos sean unas pocas “manzanas podridas” cuando el cesto se deshace a la vista”
La impunidad premia al delito, induce a su repetición y le hace propaganda estimula al delincuente y contagia con su ejemplo.
TRIBUNA
Corrupción: ¿el mundo al revés?
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“No cabe decir que los corruptos sean
unas pocas “manzanas podridas” cuando el cesto se deshace a la vista”
Recientemente, en un artículo aparecido en el New York Times sobre la falta de
protección de los denunciantes de la corrupción (ejemplificado en la historia de Ana Garrido Ramos, denunciante de
la trama Gürtel y ex empleada pública en el Ayuntamiento de Boadilla del Monte)
el autor comentaba, casi de pasada, que España tenía uno de los Gobiernos más
corruptos de Europa. Es la explicación que ofrecía a sus lectores de que
conductas que en otros países son fomentadas y defendidas en nuestro país
podían acarrear el ostracismo profesional y hasta social y acabar con la
carrera profesional del denunciante además de acarrear, en no pocas ocasiones,
unos costes personales muy altos. Efectivamente, la situación de los
denunciantes de las tramas corruptas en España da mucho que pensar sobre el
verdadero funcionamiento de nuestro sistema político y sobre la naturaleza de
sus incentivos.
En otro documental realizado mediante crowfunding y estrenado
prácticamente en la clandestinidad -con apoyo de la sociedad civil-, Corrupción, el organismo nocivo, sobre la extensión de las tramas
corruptas en Cataluña particularmente a nivel local, se cuenta por uno de los
entrevistados cómo denunció a sus superiores la corrupción existente en unos
cursos de formación. ¿La reacción? El cese fulminante. Otras veces, sencillamente no hay
respuesta, por muchas denuncias que se dirijan a quienes supuestamente tienen
la responsabilidad de velar por la defensa de la legalidad. En los casos peores,
se convierte la vida personal y profesional del denunciante en un auténtico
infierno, dado que quienes protegen la corrupción -que suelen tener mucho
poder- se dedican sistemáticamente en desprestigiar al que la denuncia, delante de sus compañeros o ante la sociedad en general. Se les
convierte en parias, en apestados. Así se manda una señal clara a los que pudieran
tener tentaciones parecidas y de paso se consigue apartar el foco de lo que
realmente importa: si existe o no la corrupción denunciada
y si hay que asumir responsabilidades políticas o incluso judiciales.
El mecanismo siempre es el mismo. Y como explicaba una de las personas
que aparecía en el documental,
si el sistema expulsa y reniega de las personas honestas que intentan hacer
bien su trabajo y que se cumpla la ley, cabe preguntarse por la naturaleza del
sistema. La contestación es obvia: se trata de un sistema profundamente
corrupto.
He comentado muchas veces que la corrupción es mucho mayor
allí donde los controles preventivos son más débiles y donde el diseño institucional (monopolio
discrecional en la toma de decisiones, falta de transparencia y rendición de
cuentas) la favorece. En el reciente estudio sobre Diputaciones provinciales de la
Fundación ¿Hay Derecho? hemos puesto de manifiesto subraya los problemas
institucionales de estas entidades locales, problemas que favorecen la
aparición de tramas clientelares, despilfarro y corrupción. Los datos demuestran que no hay casualidades, hay causalidades. Pero el problema es que esa falta de controles no se limita al ámbito
local, sino que se ha ido extendiendo a todos los niveles de la Administración.
Ha llegado por supuesto a las
Comunidades Autónomas: la extensión de las tramas corruptas en Madrid, Cataluña, Valencia, Murcia o Andalucía habla
por sí sola. Pero también ha
llegado a la propia Administración General del Estado, considerada hasta hace poco -y con razón- la joya de la Corona de lo que Fukuyama (en su extraordinario libro Political Order and
Political decay) denominaría una "Administración weberiana": una Administración que
cuenta con una burocracia profesional, meritocrática y que sirve con fidelidad
los intereses generales.
Lamentablemente ya no podemos estar seguros de que esto siga siendo
así. El caso Aquamed (sociedad pública dependiente del Ministerio de
Agricultura y Medio Ambiente) ilustra perfectamente cómo también la falta de
controles y la politización ha llegado al entorno estatal, eso sí, mediante la aparición de este tipo de
organismos que han proliferado como setas en los últimos años, sin demasiados
motivos objetivos. O más bien con un
único motivo: flexibilizar la
gestión, es decir, eludir los controles administrativos tanto en el
reclutamiento del personal como en los procesos de contratación. Controles que, por ejemplo, hubieran impedido o al menos
dificultado inflar los contratos públicos a favor de una determinada empresa.
Por otro lado, es difícil sostener que lo que se hacía en Aquamed era
desconocido en el Ministerio del que dependía, dado que la sociedad estaba
presidida por el propio secretario de Estado de Medio Ambiente y que en su
Consejo de Administración contaba con altos cargos del mismo. No solo eso, era
en el Ministerio donde se decidía qué proyectos se contrataban directamente por
sus órganos administrativos y cuáles se gestionaban por Aquamed. No había
ninguna diferencia técnica entre unos y otros, más allá de la voluntad política
de gestionarlos de una u otra forma o dicho de otra manera, de controlarlos más
o menos.
Como es sabido, el presidente de Aquamed tuvo como dimitir cuando
ya era subsecretario del Ministerio de Presidencia a raíz del escándalo. Pero
quizá lo más interesante es que los técnicos de Aquamed que denunciaron las
irregularidades y gracias a los cuales se iniciaron las investigaciones
judiciales no sólo no fueron atendidos por sus superiores sino que fueron
despedidos con el beneplácito del Consejo de Administración de la entidad. A
día de hoy, siguen despedidos, pese a que gracias a su actuación algunos
directivos de Aquamed acabaron en la cárcel y se destaparon las
irregularidades. La historia no acaba aquí: estos directivos -una vez
excarcelados bajo fianza, aunque siguen siendo investigados- han vuelto a sus
puestos de trabajo tranquilamente. Los que los denunciaron, por el contrario,
no. Las cartas dirigidas solicitando el reingreso a la ministra de Agricultura
no han sido atendidas. ¿El
mundo al revés? Pues a lo mejor no tanto. Depende de cómo funcione el mundo.
Efectivamente, piensen por un momento en que lo sucedido en Aquamed ha sucedido en otras muchas empresas
públicas. Es más, ha sucedido en la mayoría de
las Administraciones Públicas donde se han emitido Instrucciones políticas para
hacer favores a empresas amigas, de las que inevitablemente se han aprovechado
unos cuantos intermediarios espabilados, como el director general de Aquamed.
El propio ex presidente de Aquamed (que fue secretario de Estado con el
ministro Arias Cañete) ha declarado recientemente que las instrucciones las
recibía del ministro, que, por supuesto, estaba al tanto de todo, si bien no
firmaba nada personalmente. Es fácil entender que en ese contexto de clientelismo y corrupción
generalizada al más alto nivel resulta muy peligroso denunciar, máxime en un país donde mantener un
puesto de trabajo fijo en el sector público puede marcar la diferencia entre
una vida profesional tranquila y la precariedad o el desempleo. Que se lo digan a los despedidos disciplinariamente de Aquamed. Por
otro lado, los cargos públicos tienen bastante claro que desobedecer ordenes
políticas no favorece en nada su carrera administrativa. Y en cuanto a los políticos
son fieles escuderos del líder del turno.
En definitiva, no se protege al denunciante de la corrupción como
se debiera por la sencilla razón de que se prefiere proteger
al corrupto o al que tolera o consiente la corrupción. Entre otras cosas porque el corrupto
puede tirar de la manta y poner de manifiesto que, después de todo, él no era sino una pequeña pieza en un engranaje
perfectamente engrasado y montado -o tolerado, tanto da- desde arriba. La
corrupción y el clientelismo ha sido y sigue siendo una forma de gobernar en
este país. Fukuyama diría que esta situación es
prácticamente inevitable en Estados débiles que han alcanzado la
democracia antes de haber fortalecido sus instituciones, de haber constituido un Estado de derecho digno de tal nombre y de disponer de una
burocracia meritocrática y profesional.
Las buenas noticias son que, guste o no guste al Gobierno en
funciones (y desde luego es comprensible que no le guste, dada su
responsabilidad política y la poca voluntad que ha puesto en combatirla) las
encuestas del CIS insisten en que la segunda preocupación de los españoles sigue siendo
la corrupción. No se trata por tanto de un fenómeno
pasajero, que se vaya a olvidar durante la campaña electoral. Más bien todo
hace pensar lo contrario. Tampoco es válida la teoría de las pocas manzanas
podridas cuando es el cesto el que se deshace ante nuestros ojos. Ni siquiera
el loable esfuerzo de jueces, fiscales y Fuerzas y Cuerpos de Seguridad es
suficiente, máxime cuando la reciente y poco inocente reforma de la Ley de
Enjuiciamiento Criminal (una especie de amnistía vergonzante diga lo que diga
el ministro de Justicia en funciones) va a permitir en breve el archivo de
muchas causas, entre ellas también las que afecten a casos de corrupción. Por
tanto, la
corrupción seguirá estando mucho tiempo en el centro del debate público como debe ser si aspiramos a mejorar nuestra democracia y nuestras
instituciones y a alcanzar a los Estados más prósperos del mundo. El día en que nuestros denunciantes de
la corrupción duerman tranquilos y reciban el agradecimiento de nuestros
ciudadanos podremos decir que lo hemos conseguido.
Elisa de la Nuez es abogada del Estado, coeditora del blog ¿Hay
Derecho? y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.
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