Formas y
límites por José Antonio Goméz Marían.
LA IRRUPCIÓN de los
antisistema en nuestra política ha inaugurado una imagen de la vida pública por
completo novedosa. No es que se haya arrumbado el viejo frac o el chaqué de la
vieja política, de suyo arcaizantes, sino que los rebeldes electos han llevado
a las instituciones sus livianas camisetas estampadas embutidos en las cuales
han reconvertido en mítines las fórmulas de toma de posesión. Todo un
espectáculo, sin duda, posiblemente inspirado en el equívoco de que la rebeldía
cabe en la indumentaria y la regeneración en el informalismo. La demagogia se
está expresando así a través de cierta plebeyización de la política
indumentaria que se complementa con un nuevo discurso mostrenco en el que sus
autores parecen creer que la radicalidad consiste en el insulto o en el exceso
dentro del que cabría todo o casi todo, incluidos los tópicos más abyectos del
frentismo y de los racistas. Yo creo que en un sólo día -el de la constitución
de los cabildos- el extremismo impaciente ha dejado clara su villanía profunda
y una vocación totalitaria que no descarta sino que prima la violencia como
instrumento político en el marco de una única estrategia: la de la división
banderiza de la nación. La alcaldesa Carmena, por ejemplo, no ha tenido más
remedio que rendirse ante el nuevo estilo barriobajero que de haber sido
adoptado por el adversario habría destapado la caja de los truenos.
Ahí andamos, en el
New York Times y otras grandes tribunas, luciendo el flamante y cutre uniforme
de quienes confunden la cercanía a lo popular con la actitud populachera que
era el resultado esperable de estos improvisados populismos a los que ya
apuntaba el bozo en tiempos de ZP y a los que Rubalcaba blindó incluso frente a
la ley Electoral, iniciando una táctica incluyente que, muy probablemente y más
pronto que tarde, podría acabar por fagocitar al PSOE desde dentro. Cierto que
ninguno de los dos grandes partidos acaba de entender la gravedad de este
fenómeno seguramente efímero pero que puede acarrear males irreversibles en el
momento más delicado de nuestra democracia. Las formas tienen su importancia y
exigen reconocer sus límites infranqueables antes de que los radicales nos lleven,
como en Grecia, a un callejón sin salida. Lo que no sabe el PSOE quizá es que
erigiéndose en Monipodio de esos pícaros puede acabar bien pronto como el
PASOC. Que se mire en el espejo de IU y verá su propio futuro.
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Carmena falta a la
palabra dada si no expulsa a Maestre del Ayuntamiento
La decisión de la
alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, de respaldar a su concejal Rita Maestre
después de conocer que está imputada por ofender los sentimientos religiosos
tras asaltar desnuda la capilla de la Complutense representa un flagrante
incumplimiento de la palabra dada durante la campaña electoral. Una sola razón
basta para excluirla: el compromiso político adquirido por Carmena ante sus
votantes. «Un político imputado debería dimitir. Debe decir la verdad a los
ciudadanos y, como en un tribunal no tiene la obligación de hacerlo, debe dejar
sus cargos públicos», fueron sus argumentos. Y no una vez, sino varias.
En una respuesta
impropia de una juez y muy del estilo de Ada Colau, Carmena se erige por encima
de la ley y afirma que Maestre estaba en realidad ejerciendo su «libertad de
expresión». Todos los delitos recogidos en el Código Penal, y no sólo los de
corrupción, son la manifestación de la voluntad popular expresada a través del
Parlamento. Cualquier político sospechoso de incurrir en cualquiera de ellos
deviene indigno de su cargo porque pierde la necesaria apariencia de
ejemplaridad. Sería no obstante un error incardinar de forma estricta cualquier
exigencia de responsabilidad política a una categoría procesal porque, de un
lado, hay comportamientos que quizá no tengan relevancia penal pero que son
inadmisibles desde el punto de vista de la ética pública o que socavan la
confianza de los ciudadanos en las instituciones. Y, de otro, porque hay
imputaciones que se producen como garantía de derechos fundamentales mientras
se comprueba si hay mínimos indicios incriminatorios. Aunque sí hay una línea
roja: a partir de que el juez valora los elementos obtenidos en la instrucción
y mantiene la imputación u ordena el procesamiento.
Es cierto que la
sanción que la Fiscalía quiere imponer a Maestre -un año de cárcel- puede ser
excesiva, pero la reacción de Podemos y de Pablo Iglesias, ensalzando el
comportamiento de la concejal por su defensa de la «laicidad», es una muestra
de la doble moral de quienes han enarbolado el discurso del maximalismo ético
como principal bandera electoral. ¿De qué forma puede presentarse ahora Maestre
como representante de todos los madrileños si insulta de esa forma -«arderéis
como en el 36»- a los que se sienten católicos? No estamos ante una protesta
pacífica, sino ante un acto de imposición y coacción al discrepante.
Con actuaciones
como ésta o la de los ediles Guillermo Zapata y Pablo Soto y sus tuits
ofensivos, Podemos no hace si no dar la razón a quienes temen que se trate de
lobos con piel de cordero. Resultan censurables su falta de respeto a la
tolerancia y al pluralismo y su negativa a aceptar la validez relativa de las
propias convicciones, axioma principal de la democracia.
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