- Los ciudadanos necesitan que los políticos dejen de aferrarse a los cargos para atender a su propio provecho y que se den cuenta de que en la política se está de manera temporal y al servicio del interés público.
- «Enarbolan la bandera de la regeneración cuando ellos han creado el estado de cosas que es preciso regenerar»
En vísperas de unos comicios electorales, con la necesaria
-y previa- confección de las listas con las que cada formación política va a
concurrir...... puede apreciarse el nerviosismo, los movimientos estratégicos
en pro de la aproximación a los líderes y, en muchos casos, los codazos -la
position yourself anglosajona- para lograr o mantener un puesto en
la lista que garantice, lo más posible, la elección y, cómo no, otros cuatro
años más de profesión....
...la mayor de las veces, el
político profesional no está solo en
su andadura. En función de su posición en la cadena de mando, se halla circundado por una
corte de fieles -.....y cuando se vive de la
política....
la necesaria conservación de los puestos, la llamada subsistencia, imponga un voto de mansedumbre -cuando no de peloteo puro y
duro-, con frecuencia irresistible para el que manda.
..... una reforma que parece imperiosa es la conducente a la
extinción del político profesional y a la recuperación de la idea -ya
desprovista, por cierto, de toda ingenuidad, dado el posicionamiento social
actual- de que en
política «se está» temporalmente, de manera que
dedicar algunos años a la cosa pública -como paréntesis en la profesión
individual- sea visto de nuevo como una actitud de servicio al interés general y a
los demás, no como algo que redunda en el interés particular. Tampoco, obvio
es, como un medio de vida.
.....se hace urgente prestar especial atención a la idoneidad de
quienes aspiran a puestos públicos, ..... Va
resultando cada vez más difícil asimilar que la confección de listas
electorales o la designación para cargos se base en algo tan frívolo como la
simple afinidad personal o el compartir el gusto por algún deporte -por poner
ejemplos reales-, al
margen de la competencia técnica y profesional.
De profesión,
político
Un profesor universitario me contaba, hace algunos días, una
anécdota de sus tiempos de estudiante en la Facultad de Derecho de la
Universidad Complutense de Madrid, allá por la segunda mitad de los años 90. Le
habían ofrecido presentar a un alto cargo de la Administración del Estado que iba a
acudir a esa Facultad para impartir una
conferencia y, con el propósito de desarrollar la función encomendada de la
mejor forma posible, mi amigo no dudó en entrar en contacto con el gabinete del
conferenciante, a fin de recabar su trayectoria profesional y académica.
Su sorpresa fue mayúscula al recibir el documento pedido.
Nuestro hombre era licenciado en Derecho, es verdad. Ahora bien, su curriculum
vitae no era más que un elenco de cargos orgánicos ocupados en el seno del
partido político en el que militaba -entonces
en el poder-, simultaneados
con el desempeño de diversos puestos electivos, desde
concejal de Ayuntamiento a diputado nacional, pasando por parlamentario
autonómico. De ahí que en el apartado profesión
de aquel documento que mi interlocutor recibió se
consignara, sin rubor, pero también con honestidad -todo hay que decirlo- la
palabra «político».
La anécdota habla bien a las claras de una figura que, desde
hace lustros, se halla presente en nuestro país y que ya a pocos extraña: la
del político profesional. Aunque parece evidente que «ser político» y «estar en
política» son cosas bien distintas, la experiencia de las últimas décadas
demuestra que el nivel de confusión entre ambas ha alcanzado magnitudes
insospechadas.
No hace falta ser un gurú para detectar que la regeneración
democrática que, según todos los sondeos, la
sociedad demanda, se concilia mal con el
mantenimiento de un grueso humano -de
dimensiones nada desdeñables- que han convertido
la actividad política en su profesión, en un medio de vida. Personas que llevan «en esto» 20
o más años y a quienes no se conoce trabajo o carrera distintos de la
sistemática ocupación de cargos públicos -en
diferentes niveles de responsabilidad- o puestos electivos. De
hecho, no faltan voces que ponen de relieve lo
insólito de que muchas de estas personas enarbolen la bandera de la
regeneración cuando, de algún modo, ellas mismas han contribuido a crear el
estado de cosas que es preciso regenerar.
En vísperas de unos comicios electorales, con la necesaria
-y previa- confección de las listas con las que cada formación política va a
concurrir, la realidad apuntada se manifiesta, si cabe, con una especial
intensidad. Es en esos momentos cuando puede apreciarse el nerviosismo, los
movimientos estratégicos en pro de la aproximación a los líderes y, en muchos
casos, los codazos -la position yourself anglosajona- para
lograr o mantener un
puesto en la lista que garantice, lo más posible, la elección y, cómo no, otros
cuatro años más de profesión. Tras la cita con
las urnas, en el bando vencedor se experimentará lo propio, en este caso, para
lograr los ansiados
puestos de eventual o alto cargo, cuya ocupación
por quienes carecen de la condición de funcionario público representa otra
tendencia al alza,
sobre todo en algunas Administraciones locales y autonómicas.
Claro que, la mayor de las veces, el político profesional no
está solo en su andadura. En función de su
posición en la cadena de mando, se halla circundado por una corte de fieles -no se sabe si lo seguirán siendo el día en que el líder
deje de detentar poder-, para quienes éste, en buena parte de los casos, es un
ejemplo a seguir. De ahí que la necesaria
conservación de los puestos, la llamada subsistencia, imponga un voto de
mansedumbre -cuando no de peloteo puro y duro-, con frecuencia irresistible
para el que manda.
Pues bien, una
reforma que parece imperiosa es la conducente a la extinción del político
profesional y a la recuperación de la idea -ya desprovista, por cierto, de toda ingenuidad, dado el
posicionamiento social actual- de que en política «se está» temporalmente, de manera que dedicar algunos años a la cosa pública -como
paréntesis en la profesión individual- sea visto de nuevo como una actitud de
servicio al interés
general y a los demás, no como algo que redunda en el interés particular.
Tampoco, obvio es, como un medio de vida.
Ese deseable cambio de tendencia exige la adopción de algunas
medidas. En primer lugar, se hace urgente
prestar especial
atención a la idoneidad de quienes aspiran a puestos públicos, de
forma proporcional a la mayor representación y visibilidad de éstos. Va resultando cada vez más
difícil asimilar que la confección de listas electorales o la designación para
cargos se base en
algo tan frívolo como la simple afinidad personal o el compartir el gusto por
algún deporte -por poner ejemplos reales-,
al margen de la
competencia técnica y profesional.
La paradoja queda sobre la mesa. A nadie extrañan, en los tiempos actuales, los rigurosos procesos de selección
seguidos en la empresa privada, orientados siempre a la búsqueda de la
excelencia en cada posición a cubrir. Sin
embargo, en la empresa más importante, aquella cuyas decisiones afectan a
todos y
que se ocupa de la gestión de la cosa pública, hemos dejado caer los
brazos, para aceptar, por el
simple devenir de los hechos, que para esa empresa vale cualquiera. A partir de ahí no puede sorprender la toma de
algunas decisiones -por rocambolescas que puedan parecer- o la creencia, tan
extendida en algunos políticos profesionales con cargo, de que sus decisiones o
deseos son ley, al margen de lo que impongan los textos que sí merecen
técnicamente esa denominación.
De
otro lado, la imperativa
temporalidad en el desempeño de cargos públicos deber erigirse en una de las
reglas básicas del juego.
Ha de convenirse con Cazorla Prieto en que «la
permanencia demasiado prolongada en el desempeño de los cargos públicos puede
facilitar la creación de un caldo de cultivo que redunde en perjuicio de la
ética individual. Tal permanencia puede favorecer la laxitud en los comportamientos
éticos en general, y el surgimiento de intereses creados y la falta de
diligencia generada por la rutina».
Hay, incluso, quien detecta una enfermedad típica de los
políticos, bautizada como hybris y consistente en el aferramiento al
poder a toda costa. Para erradicarla, el papel de los partidos políticos se
revela como esencial.
Se ha destacado
frecuentemente que los partidos de la Transición tenían procedencias muy
diversas: unos venían del franquismo y otros del exilio, y otros estaban en la
oposición ilegal del interior. No tenían ni espíritu de gremio ni un interés
particular como colectivo.
En las últimas décadas, sin embargo, se ha asistido en
España a un cambio de tendencia. De los políticos de distinta procedencia hemos
pasado a lo que apuntábamos al comienzo de estas líneas, esto es, al predominio
de quienes han hecho casi toda su carrera en los órganos del partido político
y, singularmente, quienes proceden de sus estructuras juveniles. Esta tendencia trae consigo consecuencias devastadoras para
nuestro sistema político, a saber:
1. No es infrecuente que el político de estas
características, una vez alcanzado un concreto cargo público tras largos años
de andadura en los meandros orgánicos de la formación a la que pertenece, considere que el
puesto es suyo, que se lo merece y que es la recompensa por los servicios y
trayectoria desplegada en el seno del partido. Lejos
queda la debida concepción del cargo público como empresa trascendental al
titular coyuntural. Como si de una carrera de relevos se tratara, el cargo público impone recibir el testigo y entregarlo al
sucesor, a ser posible, en mejores condiciones que las heredadas. Pero siempre desde la premisa de
que el testigo no nos pertenece.
2. La aparición de un espíritu
gremial o de grupo. La larga permanencia
en las estructuras orgánicas de los partidos y el frecuente desconocimiento de
otras realidades impiden, a menudo, anteponer el interés general a
los intereses particulares o parciales, al
tiempo que fomentan una situación de claro aislamiento de estos políticos que
crecen a la sombra del partido.
Y un apunte final. Al leer estas líneas, muchos podrán
pensar que rebosan ingenuidad. Es posible. Pero no olvidemos que los grandes
cambios siempre han partido de ideas ingenuas e ilusionantes.
*Carlos
Domínguez Luis es abogado del Estado y académico correspondiente de la Real
Academia de Jurisprudencia y Legislación.
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