lunes, 16 de marzo de 2015

La espiral de la queja: tenemos el mismo diferencial de PIB que en los ochenta tras recibir más de 80.000 millones de euros de Europa. Nuestras cifras de paro son más altas que entonces. Contamos con más población subsidiada que activa. El 30% de la economía sigue siendo sumergida. La carga fiscal que pagamos es la más alta del país = ¿Te gusta "El Régimen"?

EL VICTIMISMO ES una de las variantes políticas de la retórica demagógica, practicada en la Grecia de Aristóteles por aquellos que aspiraban a conducir al pueblo a la tierra prometida, que no llegaba nunca pero de la que jamás se dejaba de hablar. Técnicamente consiste en culpar a los demás de los males personales. Cualquier enemigo, exagerado o fingido, es el recurso más cómodo para orillar la crítica y camuflar los deméritos propios.




La ecuación política que identificó la autonomía con el progreso automático está devastada: tenemos el mismo diferencial de PIB que en los ochenta tras recibir más de 80.000 millones de euros de Europa. Nuestras cifras de paro son más altas que entonces. Contamos con más población subsidiada que activa. El 30% de la economía sigue siendo sumergida. La carga fiscal que pagamos es la más alta del país




La autonomía, pese a sus logros, ha fracasado como herramienta política. Quizás por eso Susana Díaz agita en cada mitin la misma espiral de la queja a la que -en su momento- se subieron sus mayores, de los que heredó San Telmo. Su tiempo nuevo es vetusto: se limita a un lamento perpetuo que confunde interesadamente las críticas a su figura política -su gestión es todavía inexistente- con los reproches contra Andalucía. Todo está perfectamente resumido en su video de campaña: «Ayúdame a dar el paso que tú te mereces». Nuestros problemas continúan siendo los de siempre porque los linajes políticos meridionales son los únicos que han prosperado. Nuestras élites siempre se han entendido a la perfección con la nomenclatura autonómica. Son la misma cosa. Por eso agitan sin cesar la bandera de la Andalucía ofendida, su último señuelo. Una patria cuyo futuro está en sus manos desde hace tres décadas. 

La espiral de la queja


 EL VICTIMISMO ES una de las variantes políticas de la retórica demagógica, practicada en la Grecia de Aristóteles por aquellos que aspiraban a conducir al pueblo a la tierra prometida, que no llegaba nunca pero de la que jamás se dejaba de hablar. Técnicamente consiste en culpar a los demás de los males personales. Cualquier enemigo, exagerado o fingido, es el recurso más cómodo para orillar la crítica y camuflar los deméritos propios. Andalucía, como proyecto de autogobierno, nació gracias al victimismo colectivo: un hondo sentimiento de inferioridad social provocó las famosas manifestaciones del 4-D que, instrumentalizadas por las élites patrióticas, ayudaron a construir, gracias a la cultura del pacto de la Santa Transición, una red institucional que ha llegado a suplantar a la misma realidad, que no es Andalucía como territorio, sino los andaluces, «sombras hechas de luz», al decir de Cernuda.

El principio es la mitad de todo, enseñaba Pitágoras. El embrión de nuestra autonomía, que sancionaremos de nuevo en las urnas el 22-M, es el recuerdo recurrente de este fracaso de finales de los años setenta, cuando sufríamos la tormenta perfecta del subdesarrollo: ineficacia agraria, debacle industrial, desigualdad social y, como suma de todas estas derrotas anteriores, una grave crisis identitaria. Los andaluces no sabíamos quiénes éramos, pero sí sabíamos que éramos pobres. Históricamente no tuvimos clase media y la burguesía siempre aspiró a dejar de serlo para convertirse en una neoaristocracia agraria. La dependencia era nuestra moneda cotidiana. El regionalismo indígena, ese andalucismo difuso que abrazaron todas las fuerzas políticas, por miedo más que por convicción, identificó el autogobierno con la prosperidad. Y sobre esta ley mecánica dispuso las bases de un discurso político, envejecido de forma prematura, cuyo único punto de apoyo es la identificación completa de la sociedad andaluza con un universo cerrado de latifundios y jornaleros que hace décadas que dejó de existir.

A falta de una lengua propia, y con una cultura mestiza, imposible de patrimonializar, el proceso de identificación social que alumbró la autonomía no cuenta con más asidero que ese sentimiento de discriminación compartido en un preciso instante de la historia, cada día más lejano, por muchos ciudadanos. El día que deje de existir, o la gente piense de otra forma, no habrá cimiento que sostenga a la Andalucía oficial. La ecuación política que identificó la autonomía con el progreso automático está devastada: tenemos el mismo diferencial de PIB que en los ochenta tras recibir más de 80.000 millones de euros de Europa. Nuestras cifras de paro son más altas que entonces. Contamos con más población subsidiada que activa. El 30% de la economía sigue siendo sumergida. La carga fiscal que pagamos es la más alta del país.

La autonomía, pese a sus logros, ha fracasado como herramienta política. Quizás por eso Susana Díaz agita en cada mitin la misma espiral de la queja a la que -en su momento- se subieron sus mayores, de los que heredó San Telmo. Su tiempo nuevo es vetusto: se limita a un lamento perpetuo que confunde interesadamente las críticas a su figura política -su gestión es todavía inexistente- con los reproches contra Andalucía. Todo está perfectamente resumido en su video de campaña: «Ayúdame a dar el paso que tú te mereces». Nuestros problemas continúan siendo los de siempre porque los linajes políticos meridionales son los únicos que han prosperado. Nuestras élites siempre se han entendido a la perfección con la nomenclatura autonómica. Son la misma cosa. Por eso agitan sin cesar la bandera de la Andalucía ofendida, su último señuelo. Una patria cuyo futuro está en sus manos desde hace tres décadas.

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