miércoles, 18 de marzo de 2015

Ciudadano desesperado; recomendado. Fácil y simple. Sólo hay que valorar la relación entre la carga fiscal y el gasto publico; ¿Decisiones "políticas" que paga el "contribuyente" = todos nosotros? Conclusión: ¿Estafadores programáticos por doquier? Estamos estupefactos; todo se justifica y nadie dimite; esto es jauja ¿¿??

Campaña electoral, para elegir ¿que?; el objetivo, minimizar costes.

 


OTRA VEZ lo mismo de siempre: la campaña electoral se acerca a su fin y se ha hablado poco o nada del gobierno y, por extensión, de política. Creo que la desafección ciudadana hacia la clase política tiene su causa no sólo en la evidencia de que muchos representantes públicos han usado sus cargos para robar sino, sobre todo, en la escasa relación entre programas electorales y acción de gobierno. La corrupción, de hecho, es mucho más fácil de extirpar que la costumbre de incumplir lo prometido. La primera es una enfermedad del statu quo que se cura con una legislación adecuada y un puñado de jueces como Alaya; lo segundo, en cambio, es algo consustancial a ese mismo statu quo. Mientras que el corrupto desaparece pronto de la escena pública cuando se airean sus trapacerías, el estafador programático justifica sus retractaciones sin más trámite que la apelación a la «responsabilidad» o al «sentido común». Los ciudadanos comprueban estupefactos, en muchas ocasiones, que han votado contra sí mismos, convirtiéndose en rehenes del político. Y es que las decisiones de los gobernantes pueden empeorar absolutamente la vida cotidiana de la gente.






Si gobernar consistiera en atenerse a las promesas electorales, las campañas girarían en torno a los dos grandes fundamentos de la acción política: el presupuestario y el legislativo. Se hablaría de dinero con naturalidad sobre la base por ejemplo, de una representación gráfica de los gastos y de los ingresos. Sería el modo, por ejemplo, de valorar la relación entre carga fiscal y gasto público. Al referirse al ciudadano, se usaría un apelativo hoy completamente ausente del discurso político: de contribuyente. Las variaciones en la relación entre uno y otro gráfico marcarían las diferencias entre partidos y serían entendidas como un contrato entre los ciudadanos y sus representantes. Romper ese contrato implicaría la obligación de dimitir y, llegado el caso, de convocar nuevas elecciones.

Lo mismo ocurre con las iniciativas legislativas, grandes ausentes en las campañas electorales. Hablar de futuras leyes es hablar de cómo cambiarán las circunstancias personales de los ciudadanos. Sería necesario exponerlas a la opinión pública detalladamente, de modo que cada cual calibrara su verdadero alcance y votara en consecuencia. Entiéndase: los ciudadanos tienen derecho a conocer la letra de la ley, no sólo -si acaso- su espíritu.

Las campañas, en cambio, son un festival de exabruptos verbales mayormente imbéciles. Abunda el matonismo retórico en la misma proporción que la zafiedad argumentativa, si acaso algún candidato se atreve a argumentar sobre algo. El mítin -un artefacto concebido para simplificar hasta la inanidad los mensajes políticos- sigue siendo un elemento esencial en las campañas. Los debates televisados son escasos, torpemente limitados por una anacrónica ley electoral y usados por los candidatos asistentes como ocasión para exhibir impúdicamente sus egos.

Espero que ésta sea la última campaña electoral en la que se nos trate como a pobres idiotas. No es el deseo de un optimista ingenuo, sino el de un ciudadano desesperado.




JUAN ANTONIO RODRÍGUEZ TOUS Actualizado: 18/03/2015 09:17 horas





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