Campaña electoral, para elegir ¿que?; el objetivo, minimizar costes.
OTRA VEZ lo mismo de siempre: la campaña electoral se acerca
a su fin y se ha hablado
poco o nada del gobierno y, por extensión, de política. Creo que la desafección
ciudadana hacia la clase política tiene su causa no sólo en la evidencia de que
muchos representantes públicos han usado sus cargos para robar sino,
sobre todo, en la escasa relación entre programas electorales y acción de gobierno. La corrupción, de hecho, es mucho más fácil de extirpar que la costumbre de
incumplir lo prometido. La primera es una
enfermedad del statu quo que se cura con una legislación adecuada y un puñado
de jueces como Alaya; lo segundo, en cambio, es algo
consustancial a ese mismo statu quo. Mientras
que el corrupto desaparece pronto de la escena pública cuando se airean sus
trapacerías, el
estafador programático justifica sus retractaciones sin más trámite que la
apelación a la «responsabilidad» o al «sentido común». Los ciudadanos comprueban
estupefactos, en muchas ocasiones, que han votado contra sí mismos,
convirtiéndose en rehenes del político. Y es que las decisiones de los
gobernantes pueden empeorar absolutamente la vida cotidiana de la gente.
Si gobernar consistiera en atenerse a las promesas
electorales, las campañas girarían en torno a los dos grandes fundamentos de la
acción política: el
presupuestario y el legislativo. Se hablaría de dinero con naturalidad sobre la base por
ejemplo, de una representación gráfica de
los gastos y de los ingresos. Sería el modo, por ejemplo, de valorar la relación
entre carga fiscal y gasto público.
Al referirse al
ciudadano, se usaría un apelativo hoy
completamente ausente del discurso político: de contribuyente.
Las variaciones en la relación entre uno y otro
gráfico marcarían las diferencias entre partidos y serían entendidas como
un contrato entre los
ciudadanos y sus representantes. Romper ese contrato implicaría la obligación
de dimitir y, llegado el caso, de convocar nuevas elecciones.
Lo mismo ocurre con las iniciativas legislativas, grandes
ausentes en las campañas electorales. Hablar de futuras
leyes es hablar de cómo cambiarán las circunstancias personales de los
ciudadanos. Sería necesario exponerlas a la opinión pública
detalladamente, de modo que cada cual calibrara su verdadero alcance y votara
en consecuencia. Entiéndase: los ciudadanos tienen derecho a conocer la letra de la
ley, no sólo -si acaso- su espíritu.
Las campañas, en cambio, son un
festival de exabruptos verbales mayormente imbéciles. Abunda el matonismo retórico en la misma proporción que la
zafiedad argumentativa, si acaso algún candidato se atreve a argumentar sobre
algo. El mítin -un
artefacto concebido para simplificar hasta la inanidad los mensajes políticos- sigue siendo un
elemento esencial en las campañas. Los debates televisados son escasos,
torpemente limitados por una anacrónica ley electoral y usados por los
candidatos asistentes como ocasión para exhibir impúdicamente sus egos.
Espero que ésta sea la última campaña
electoral en la que se nos trate como a pobres idiotas. No es el deseo de un
optimista ingenuo, sino el de un ciudadano desesperado.
JUAN ANTONIO RODRÍGUEZ TOUS Actualizado: 18/03/2015 09:17 horas
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